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CAPITULO XXIV
    
INUTILIDAD DE LOS SABIOS PARA TODOS LOS MENESTERES DE LA VIDA

De cuán inútiles sean los sabios para todos los menesteres de la vida puede servir de ejemplo el mismo Sócrates, juzgado, aunque con poco acierto, como sabio único por el oráculo de Apolo, y el cual, habiendo querido tratar en público no sé qué asunto, tuvo que retirarse en medio de la rechiflada general de su auditorio. Verdad es que este varón no había perdido el juicio completamente, porque nunca quiso admitir para sí el título de sabio, atribuyéndolo sólo a Dios, y porque estimaba que el sabio debía mantenerse apartado de la política, aunque hubiera hecho muchísimo mejor enseñando, que el que aspire a vivir entre los hombres debe abstenerse de toda sabiduría. ¿Qué fué sino su sabiduría lo que le llevó a ser víctima de una acusación y condenado a beber la cicuta? Mientras filosofaba cerca de las nubes y de las ideas, y contaba los pasos de una pulga, y se extasiaba con el zumbido de un mosquito, no aprendía aquellas cosas que le eran más necesarias para la vida.

Y Platón, su discípulo, ¿cómo defendió a su maestro? ¡Como abogado! Y por eso, atolondrado por los gritos de la muchedumbre, apenas si pudo acabar su primer período. ¿Qué diré ahora de Teofrasto, que al empezar cierta arenga enmudeció de repente, como si hubiese visto a un lobo? Isócrates, que era capaz de animar a los soldados en un campo de batalla, era de tal timidez, que jamás se atrevió a chistar en público. Marco Tulio Cicerón, el príncipe de la elocuencia romana, temblaba y balbucía como un niño cuando comenzaba sus discursos, y, por más que diga Fabio Quintiliano que esta timidez es propia de un orador inteligente y conocedor del peligro, no es posible decir esto sin reconocer abiertamente que la sabiduría es un obstáculo para hacer las cosas con perfección. ¿Qué habrían hecho estos sabios de haberse visto en el trance de combatir con las armas, si se morían de miedo cuando tenían que combatir con meras palabras?

A pesar de ello, se ensalza (¡sea!) aquella famosa sentencia de Platón: ``¡Qué felices serían los pueblos si los reyes fueran filósofos, o los filósofos reyes!'' Pero si consultáis la Historia, os convenceréis de que nunca ha habido gobiernos más funestos para las naciones que aquellos en que el Poder cayó en manos de algún filosofastro o de algún aficionado a las letras, de lo cual creo son suficiente testimonio los Catones, uno de los cuales trastornó la República con denuncias insensatas, y el otro echó por tierra hasta los cimientos de la libertad del pueblo romano, por defenderla con demasiada sabiduría.

Añadid a éstos los Brutos, los Casios, los Gracos y hasta al mismo Cicerón, que no fué menos pernicioso para la República romana que Demóstenes para la ateniense. Marco Aurelio Antonio, aun concediendo que fuese un buen emperador -si bien podría ponerlo en duda, porque, por haber sido filósofo tan consumado, su mismo nombre se había hecho antipático y odioso a los ciudadanos-, pero aun concediendo, repito, que fuese bueno, es indudable que el gobierno de su hijo Commodo resultó tan desastroso para Roma, cuanto saludable había sido el del padre, porque es de notar que todos los que se entregan al estudio de la sabiduría, siendo infelicísimos en las cosas del mundo, lo son singularmente en la procreación de sus hijos, en lo cual, a mi juicio, la previsora Naturaleza procura que el mal de la sabiduría no invada la especie humana y, por eso, Cicerón tuvo un hijo degenerado, como es sabido, y los del sabio Sócrates salieron más a la madre que al padre, según lo ha hecho notar cierto autor, lo cual vale tanto como decir que fueron tontos.

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