Acaso no es la guerra el germen y la fuente de todos los hechos memorables? Y, sin embargo, ¿qué hay más necio que empeñarse en una de esas luchas sin saber por qué, de dónde ambos bandos sacarán siempre mayor perjuicio que utilidad, y en las que los que sucumben, como se decía de los megarenses, nada significan?
Cuando dos ejércitos están frente a frente y resuena el ronco estridor de los clarines, ¿de qué servirían esos sabios consumidos por el estudio, cuya sangre, débil y helada, apenas puede sostener su espíritu? Entonces, los que se necesitan son robustos y bien alimentados, que tengan más audacia que inteligencia, a no ser que se prefieran guerreros como Demóstenes, quien, siguiendo el consejo de Arquíloco, apenas divisó al enemigo, tiró el escudo y huyó, mostrándose tan cobarde soldado como formidable orador.
Mas la inteligencia, se dirá, es de gran importancia en la guerra; indudablemente, y así lo reconozco por lo que al jefe se refiere, y aun en este caso se necesita una inteligencia militar y no filosófica. Por lo demás, los truhanes, los alcahuetes, los ladrones, los asesinos, los villanos, los imbéciles, los petardistas y aquellos que se llaman la hez del pueblo, son los que llevan a cabo empresas tan preclaras, pero nunca las lumbreras de la Filosofía.