Pero he aquí otros hombres que, sin duda alguna, son de nuestra grey. Quiero hablar de los que se complacen en contar o en oír milagros y mentiras monstruosas y nunca se cansan de escuchar las fábulas más extrañas acerca de espectros, de duendes, de fantasmas, de infiernos y de otras mil maravillas por el estilo, las cuales, cuanto más se apartan de la verdad, más crédito les dan las gentes, y con mayor delicia las escuchan. Adviértase que esto no sirve tan sólo para matar el tiempo a maravilla, sino también para ganar dinero principalmente a los clérigos y predicadores.
Afines a éstos son los que tienen la necia, aunque dulce persuasión, de que si ven alguna imagen o cuadro de San Cristóbal, el Polifemo cristiano, ya no se morirá aquel día; los que por rezar cierta oración ante la efigie de Santa Bárbara, se imaginan que volverán sanos y salvos de la guerra; y también los que por visitar la imagen de San Erasmo en ciertos días, llevándole tantas velas y diciéndole tales o cuales preces, esperan que muy pronto van a ser ricos.
De la misma manera que tienen un segundo Hipólito, también han convertido a Hércules en San Jorge, y si bien no adoran del mismo modo que al santo a su caballo, que adornan muy devotamente con jaeces y gualdrapas, procuran de cuando en cuando ganarse sus gracias por medio de algunas ofrendillas, y tienen por cosa digna de reyes el jurar por su casco de bronce.
¿Y qué diré de aquellos que embaucan al pueblo muy suavemente con sus fingidas indulgencias y que miden como con una clepsidra (reloj de agua) la duración del Purgatorio, contando los siglos, los años, los meses, los días y las horas sin equivocarse en modo alguno, como si se sirviesen de una tabla matemática? ¿Y qué de aquellos que, usando de ciertos signos mágicos y ensalmos inventados por algún piadoso impostor, ya para la salud de las almas, ya para provecho de su bolsa, prométenselo todo: riquezas, honores, placeres, buena mesa, salud a prueba de bomba, larga vida, vejez floreciente y, en fin, un puesto en el Cielo al lado de Cristo?
Verdad es que esta última ventaja no la quieren sino lo más tarde posible, es decir, cuando con gran pesar suyo los abandonan los placeres de este mundo, a los que se agarran con dientes y con uñas; entonces, y sólo entonces, quieren sustituir las delicias de la tierra con las del cielo.
Hay que mencionar también aquí al comerciante, al soldado y al juez, que, apartando de sus rapiñas un mísero ochavo para obras pías, créense ya tan limpios de culpas cual si se hubiesen bañado en la laguna Lerna y redimidos como por un pacto de sus perjurios, orgías, borracheras, camorras, asesinatos, calumnias, perfidias y traiciones, hasta el extremo de tener el convencimiento de que han adquirido patente para comenzar de nuevo sus fechorías.
Pero ningunos más necios y con todo más felices que esos otros que esperan ganar algo superior a la felicidad suprema recitando a diario aquellos siete versículos se los sagrados Salmos, pues ya sabéis que el rezo de esos mágicos versículos, créese que le fué indicado a San Bernardo por cierto demonio burlón, aunque más ligero que malicioso, pues se enredó en sus propias redes.
Pues bien: todo esto que es tan necio, que casi a mí misma me avergüenza, no solamente es aprobado por el vulgo, sino también por los que enseñan la Religión. Pero ¿qué más?, al mismo género de necedad pertenece la costumbre de que cada comarca tenga su patrono, y de que a cada uno de estos santos se le atribuya una virtud particular y se le venere con un culto especial: uno cura el dolor de muelas, otro ayuda a las mujeres en sus partos, éste restituye los objetos robados, aquél socorre a los náufragos, el de más allá protege a los rebaños, y así sucesivamente, pues resultaría interminable mencionarlos a todos; sólo diré que hay algunos que poseen virtud para varias cosas, principalmente la Virgen, Madre de Dios, a quien el vulgo atribuye casi más poder que a su propio Hijo.