Mas, volviendo a mi propósito, ¿qué fuerza ha podido
reunir en ciudades a hombres salvajes, rudos e ignorantes, sino la
adulación? No otra cosa significan las simbólicas cítaras de
Anfión y de Orfeo. ¿Qué fué lo que devolvió la tranquilidad a la
plebe romana, cuando ya estaba próxima a sucumbir? ¿Acaso un
discurso filosófico? Nada de eso, sino el pueril y ridículo
apólogo del vientre y de las demás partes del cuerpo, de análoga
virtud que el otro de Temístocles sobre la zorra y el erizo.
Ninguna disertación filosófica llegaría a producir un efecto
semejante al que produjo aquella fábula de la cierva de Sertorio,
o la de los perros de Licurgo, o también aquella otra, digna de
risa, sobre la manera de arrancar los pelos de la cola del caballo
del mismo Sertorio, y no quiero decir nada de Minos y de Numa, que
gobernaron al pueblo necio con sus fabulosas invenciones. Tales
son las tonterías que exaltan a esa enorme y poderosa bestia que
llamamos pueblo.