Habrá, tal vez, algunas personas que, desdeñando los deleites de la mesa, complácense en el amor y trato de los amigos, diciendo y repitiendo que la amistad se ha de anteponer a todo, porque es una cosa tan necesaria que no lo son más ni el aire, ni el fuego, ni el agua; tan agradable, que prescindir de ella valdría tanto como prescindir del sol, y, finalmente, tan honesta, si es que el serlo viene al caso, que los mismos filósofos no vacilan en colocarla entre los primeros y principales bienes.
Pero ¿cuál sería vuestra admiración si os demuestro que yo también soy el principio y el fin de este inmenso beneficio? Y os lo voy a probar, no valiéndome de crocodilites, sorites, ceratines ni de ningún otro género de argucias dielécticas, sino de una manera vulgar y mostrándolo como con el dedo.
Decidme: Hacer la vista gorda, confiarse demasiado, cegarse, dejarse alucinar por los defectos de los amigos y, a veces, tomar y admirar como virtudes sus mayores vicios, ¿no es algo muy parecido a la necedad? El amante que besa con ardor un lunar de su querida, el que saborea el fétido aliento de su Inés, el padre que no encuentra más que un pequeño estrabismo en su hijo bizco, ¿qué es todo esto sino pura necedad? Sí, digámoslo muy alto: se trata de la necedad; pero esta sola necedad es la que une y conserva los lazos de la amistad.
Mas fijaos que me refiero a la generalidad de los hombres, de los cuales ninguno nace sin defectos, siendo el mejor de todos aquel que tiene menos, pues en los sabios, gente endiosada, o no arraiga la amistad o la vuelven desagradable e insípida, y aun así, no admiten en intimidad más que a escasas personas, por no decir que a ninguna. Y la razón es obvia: como la mayoría de los mortales desatinan -es más: deliran de mil maneras-, y la amistad sólo se entabla entre semejantes, resulta que, si alguna vez una mutua simpatía aproxima a aquellos austeros personajes, tal simpatía jamás podrá ser constante ni duradera tratándose de esos enojosos espías que andan siempre acechando las faltas de sus amigos con una vista tan penetrante como el águila o como la serpiente de Epidauro; en cambio, ¡qué ciegos son para los suyos, y cuán poco ven el seno de la alforja que les cuelga a la espalda!
Así, pues, dado que la condición humana es tal que no se hallará nadie, sin excluir a los hombres de gran talento, que no tenga grandes defectos; dado que los caracteres y gustos difieren tanto; dado que la vida está sembrada de tantos errores, de tantos desaciertos y de tantos peligros, ¿cómo podrían gozar estos argos una hora seguida de la dulce amistad si no la mantuviese lo que los griegos llaman con tanta exactitud la ingenuidad, es decir, la necedad, o, si queréis, la indulgencia para con las debilidades del prójimo?
¿Qué más? ¿No es Cupido, padre y autor de toda simpatía, quien, completamente ciego, toma lo feo por hermoso, y de la misma manera hace que cada uno de vosotros encuentre bello lo que ama, y consigue que el viejo quiera a la vieja como el mozo a la moza? Pues esto es lo que constantemente sucede en el mundo y causa risa; no obstante, esto, que es ridículo, es lo que forma y une la agradable sociedad de la vida.