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ERASMO
DE ROTTERDAM

Erasmo fué, al finalizar la Edad Media, el humanista más ilustre de Europa. Nacido en Rotterdam el año 1469 y muerto el 1536, fué toda su vida amante de la libertad, de la independencia, de la cultura, de la paz. Suficientes pruebas dió de ello. Conservó una profunda amistad con Tomás Moro y Juan Fisher, y precisamente, al primero dedicó el Μορίαν ενκώμιος, Moriae Encomium; en latín, Stultitiae laus; en castellano, Elogio de la necedad.

Tanto puede escribirse sobre Erasmo, que preferimos recomendar a nuestros lectores, los que deseen profundizar en el gran humanista, los trabajos recientes de Stefan Zweig, Huizinga y Bataillon, entre otros muchos.

Enemigo de todo fanatismo, como lo demuestra el opúsculo que presentamos al público, escrito el año 1509, fué un precursor del espíritu moderno; su vastísima erudición y su amplitud de criterio le movieron a dejar impresas en el papel unas cuantas verdades de que el mundo se asusta, mas no el amigo de la verdad más que de Platón; que el pecado contra ella ha sido siempre el gran crimen de la Historia, dice Zubiri. Tuvo sus errores. Y ¿quién no los tiene? Pero, a pesar de ellos, fué todo un carácter: equilibrado, solitario, melancólico e irónico, que dió su opinión, con sus ideas y su actitud, acerca del porvenir que se dibujaba ya tras el velo que cerraba el escenario contradictorio de su época en crisis.

Resalta entre las dotes de su carácter un gran amor a la tradición y al progreso. No porque una idea sea vieja hay ya que admitirla, ni porque sea nueva rechazarla, y al contrario. La verdad, doquiera se halle, es verdad. Si bien a la que es pasada llamamos tradición y a la que es nueva progreso, la verdad, en realidad, se va haciendo, como nos vamos haciendo nosotros mismos, con el mundo. La vida es un quehacer, un acontecer, en frase de Ortega y Gasset; pero toda ella tiende a la verdad y constituye una Historia-Verdad. Lo nuevo se apoya en lo viejo, y lo viejo aflora en lo nuevo: no hay tradición sin progreso, pero tampoco hay progreso sin tradición. Erasmo comprendía todo esto, al menos en la intuición de su genio, pues era más intuitivo que discursivo. Por su amor a la verdad tradicional fué humanista, renacentista legítimo: por su lanzarse a cosas nuevas, a acerbas críticas, a profundas renovaciones, fué progresista. Mas, ante todo y sobre todo, fué un gran amigo de la verdad. Suya es esta frase del elogio: ``Dondequiera que encuentres la verdad, considérala como cristiana.'' En su afán de cristianismo, no ataca a lo no cristiano; lo purifica, lo atrae. No es extraño que, una vez entusiasmado, exclame: ``San Sócrates'', ya que su método es ``obrar lo mismo que los judíos, que, al salir de Egipto, tomaron sus utensilios de oro y plata a fin de adornar con ellos su templo''.

Erasmo recogió la tradición de los pasados siglos. Fué de una erudición extraordinaria. Repetimos que una de sus notas más salientes fué su amplitud de criterio y su independencia de carácter. Sabía que la ciencia necesita de libertad para progresar, aunque a veces, en la angustia y en la estrechez, explote, sin darse cuenta sus coetáneos, sí sólo la posteridad. Como Alberto Magno y Tomás de Aquino en el siglo XIII, no sólo citaba para refutarlas las doctrinas y opiniones de árabes, judíos y griegos, sino que se apropió y aportó a la ciencia cristiana todas aquellas ideas que no pugnan con sus dogmas y conclusiones teológicas. Método muy contrario al que suelen emplear hoy muchos, haciendo mayor el puente y abismo que separan al mundo científico cristiano del mundo científico civil respecto de los problemas por ambos estudiados.

Muchos autores creen que todo lo que se encuentra en las obras de Descartes, Spinoza, Kant, Bergson, Nietzsche y otros filósofos y pensadores a partir del siglo XVI es completamente falso, y siempre que los citan es para censurarlos y reprobarlos. San Agustín encontraba siempre, sin embargo, algo verdadero en toda doctrina errónea, y eso lo alababa y apropiaba sin fijarse apenas en el error. También hicieron lo mismo Tomás de Aquino y su maestro, Alberto Magno. Hasta tal punto usaron este método, que entre todas las citas que el primero hace en su opúsculo De ente et esentia, por ejemplo, y para concretarnos a un escrito de pocas páginas, la mayoría de ellas las expone admitiendo e incorporando a su doctrina ideas de Avicebrón, Avicena, Aristóteles, Boecio y Averroes, y raras veces las critica. Sólo se fijaban aquellos doctores en lo mucho bueno que había en ello, a pesar de ser paganos o de otras religiones, y las falsedades o inexactitudes las criticaban con argumentos de su propia doctrina, y no de una manera personal, sino objetiva. Era una crítica real y doctrinal, no subjetiva y apasionada. Es frecuente el encontrar en Alberto Magno y en el Doctor Angélico la frase: ``Dicen algunos...'', callándose los nombres para no herir a nadie; antes bien, para poder atraerlos a la filosofía y religión cristiana. Lo propio hace Erasmo, dejando hablar a la Estulticia, por no hacerlo él y no verse obligado a hacer alusiones más concretas, cosa que, por otra parte, lo impedían aquellos tiempos rígidos. Por boca de la Moria hablaba Erasmo.

El modo, pues, distinto que tenían de acuñar la tradición y de fomentar el progreso los grandes filósofos y humanistas que formaron la Edad Media, a como los exponen bastantes, por no decir la mayoría, de los modernos, es cierto que ha influído muchísimo en esa separación tan radical que se advierte entre la ciencia cristiana actual y la que no lo es. Los del campo primero se preocupan de combatir a los del segundo campo; mas éstos apenas citan a aquellos autores, si es que citan a alguno. En la Edad Media los filósofos y humanistas formaban la historia de la ciencia, de tal modo que es de todo punto imposible el estudiarla hoy sin revolver los infolios que escribieron; pero a partir del siglo XVI tal vez haya que decir que algunos, por no decir muchos, eruditos y pensadores han vivido y viven al margen de la historia científica y que no forman la ciencia, sino que tan sólo la ven desde la barrera.

Se impone, por consiguiente, un retorno a los verdaderos métodos de nuestros antepasados, en cuanto a una perfecta amplitud de criterio científico, literario y artístico. ``El hombre se perfecciona con el correr del tiempo'', escribió en frase lapidaria el cardenal Cayetano. Es propio de un minimismo científico el cerrar el paso al progreso, el poner un coto a la ciencia, el señalarle límites dentro del dominio racional. El Doctor de Aquino, dijo Lacordaire, es un faro que alumbra, no un tope que limita. Toda ciencia humana, por el mero hecho de serlo, es imperfecta, y, por tanto, progresiva por esencia. Todo amante de la sabiduría pone un grano de arena en su edificio. Hay, sí, los grandes pilares, las grandes moles que sostienen ese edificio, las cariátides de la fachada. Todas las conocemos, y viven en nuestras conciencias, porque, como dice Tolomeo en el Almagesto, ``no está muerto el que un día vivificó la ciencia, ni es pobre el que se distinguió en el dominio de la inteligencia''. Tal Erasmo de Rotterdam, en cuyas obras están formales o latentes estas ideas. Léase sin apasionamiento el Elogio de la necedad, y se observará que en sus líneas late un profundo sentimiento religioso, una vasta erudición, una gran agudeza de ingenio, un amor fiel a la sabiduría. Erasmo fué siempre creyente, con todo lo que significan sus arranques y sus sátiras; no desvió su mente de Dios; fué un humanista divino. A él se puede aplicar la expresión de Santo Tomás, comentando una célebre frase de San Pablo: ``La sabiduría humana, en tanto es sabiduría en cuanto está subordinada a la sabiduría divina; pero cuando se separa de Dios, se convierte en in-sipiencia.''

Bastará para nosotros, españoles, el que dos principales representantes del siglo XVI, Francisco de Vitoria y Luis Vives, admiraran el genio del famoso humanista holandés y se relacionaran con él para merecer de nuestra crítica la más ecuánime tolerancia hacia sus escritos y el más benévolo respeto hacia sus posibles exageraciones o errores. Acostumbrémonos a ver en el sol, no sus manchas, sino su resplandor. Para la inteligencia no vale aquel principio de los moralistas: Bonum ex integra causa, malum ex quocumque defectu.

El valor eterno del libro que a continuación damos traducido del latín reside, dice Huizinga, en el concepto de que ``la locura es sabiduría y la sabiduría locura''. Merece aplicarse cada una las páginas de Erasmo, dejarse conducir por él, seguir sus máximas, sus enseñanzas. Nunca se aprende tanto como cuando se enseña lo ridículo, y en la experiencia de la vida nadie dude de que puede colocarse al sabio o loco de Rotterdam entre los conductores espirituales de la Humanidad, entre los genios privilegiados de la Historia, de los cuales nos habla el filósofo Bergson, y antes de él, Carlyle. En España, Quevedo y Gracián han enseñado también mucho. ``Siempre serán necesarios -dice Zweig- aquellos espíritus que señalan lo que liga entre sí a los pueblos más allá de lo que los separa y que renuevan fielmente en el corazón de la Humanidad la idea de una edad futura de más elevado sentimiento humano.'' Justamente. Pero a cada nueva edad la precede siempre, por desgracia, un Cecidit, cecidit, Babylon magna, semejante al anunciado por el Apocalipsis.

En nuestra traducción nos hemos servido de la edición latina de I.B. Kan, La Haya, 1898, la cual está basada a su vez en la primitiva de Gerardo Listrio. La división en capítulos no es de Erasmo, sino de una edición del año 1765. Hemos preferido el término necedad a estulticia y a locura, que admiten otros traductores. El concepto de locura es más restringido y no puede aplicarse en todas las páginas del libro de Erasmo, donde aparece ese término sin destruir el sentido. Erasmo distingue claramente en los capítulos XXXVII y XXXVIII la locura de la necedad o estulticia. Este último término tiene más raigambre latina que castellana; en cambio, el vocablo necio es de más uso entre nuestros clásicos de la Edad de Oro.

No obstante haber utilizado en el texto de la traducción la palabra necedad, hemos creído conveniente conservar el título de Elogio de la locura, ya que con éste se publicó por primera vez en castellano y por él es más conocido este admirable libro.

Holbein adornó la edición de 1515 con 82 grabados, que reproducimos en ésta.

A. R. B.


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