POEMAS ORIGINALES

Fray Luis de León, O.S.A.


Índice

Prólogo
I. Oda a la vida retirada
II. A don Pedro Portocarrero
III. A Francisco de Salinas
IV. Canción al nacimiento de la hija del Marqués de Alcañices
V. A Felipe Ruiz
VI. A una señora pasada la mocedad
VII. Profecía del Tajo
VIII. A Diego de Olarte
IX. A Querinto
X. A Felipe Ruiz
XI. Al Licenciado Juan de Grial
XII. A Felipe Ruiz
XIII. De la vida del cielo
XIV. Al apartamiento
XV. A don Pedro Portocarrero
XVI. Contra un juez avaro
XVII. En una esperanza que salió vana
XVIII. En la ascensión
XIX. A todos los santos
XX. A Santiago
XXI. A Nuestra Señora
XXII. A don Pedro Portocarrero
XXIII. Al salir de la cárcel






Extracto del prólogo que puso a sus obras el maestro Fr. Luis de León, en la dedicatoria que hizo a Don Pedro Portocarrero


Entre las ocupaciones de mis estudios en mi mocedad y casi en mi niñez, se me cayeron como de entre las manos estas obrecillas, a las cuales me apliqué más por inclinación de mi estrella que por juicio o voluntad. No porque la poesía, mayormente si se emplea en argumentos debidos, no sea digna de cualquier persona y de cualquier nombre -de lo cual es argumento que convence haber usado Dios della en muchas partes de sus sagrados libros como es notorio-, sino porque conocía los juicios errados de nuestras gentes, y su poca inclinación a todo lo que tiene alguna luz de ingenio o de valor, y entendía las artes y mañas de la ambición y del estudio del interés propio y de la presunción ignorante, que son plantas que nacen siempre y crecen juntas y se enseñorean agora de nuestros tiempos. Y ansí tenía por vanidad escusada a costa de mi trabajo ponerme por blanco a los golpes de mil juicios desvariados y dar materia de hablara los que no viven de otra cosa. Y señaladamente siendo yo de mi natural tan aficionado al vivir encubierto, que después de tantos años como ha que vine a este reino, son tan pocos los que me conocen en él, que como v.m. sabe, se pueden contar con los dedos. Por esta causa nunca hice caso desto que compuse, ni gasté en ello más tiempo del que tomaba para olvidarme de otros trabajos, ni puse en ello más estudio del que merecía lo que nacía para nunca salir a luz; de lo cual ello mismo y las faltas que en ello hay dan suficiente testimonio. Pero como suele acontecer a algunos mozos, que maltratados de los padres o avos se meten frailes, así estas mis mocedades, teniéndose como por desechadas de mí, se pusieron, según parece, en religión y tomaron nombre y hábito muy más honrado del que ellas merecían y han andado debajo dél muchos días en los ojos y en las manos de muchas gentes, haciendo agravio a una persona religiosa y bien conocida de v.m., a quien se allegaron, con la cual yo en los años pasados tuve estrecha amistad y no la nombro aquí para no agravialla más. La ocasión deste error v.m. la sabe, y porque es para pocos, y decilla aquí sería comunicalla con muchos, no la digo. Basta saber que la persona que he dicho por condecender con mi gusto, que era vivir desconocido, disimuló hasta que fatigado ya con otras cosas que la malicia y envidia de algunos hombres pusieron a sus cuestas, de las cuales Dios le descargó como se ha parecido, trató conmigo que, si no me era pesado, le librase yo también de esta carga. Si el reconocer mis obras y el publicarme por ellas fuera poner la vida en condición, en un ruego y demanda tan justa lo hiciera, y no aventurando en ello cosa que importe más que es vencer un gusto mío particular, si lo rehusara, no me tuviera por hombre. Y ansí lo hice, o mejor dicho, lo hago ahora. Y recogiendo a este mi hijo perdido y apartándole de mil malas compañías que se le habían juntado, y emendándole de otros tantos malos siniestros que había cobrado con el andar vagueando, le vuelvo a mi casa y recibo por mío. Y porque no se queje de mí que le he sacado de la iglesia adónde él se tenía por seguro, envíole a v.m. para que le ampare como cosa suya, pues yo lo soy; que con tal trueque bien sé que perderá la queja y se tendrá por dichoso.






I. VIDA RETIRADA
    ¡Qué descansada vida 
la del que huye del mundanal rüido, 
y sigue la escondida 
senda por donde han ido 
los pocos sabios que en el mundo han sido! 
   Que no le enturbia el pecho 
de los soberbios grandes el estado, 
ni del dorado techo 
se admira, fabricado 
del sabio Moro, en jaspes sustentado. 
   No cura si la fama 
canta con voz su nombre pregonera, 
ni cura si encarama 
su lengua lisonjera 
lo que condena la verdad sincera. 
   ¿Qué presta a mi contento 
si soy del vano dedo señalado? 
¿si en busca deste viento 
ando desalentado 
con ansias vivas, con mortal cuidado? 
   ¡Oh monte, oh fuente, oh río, 
oh secreto seguro deleitoso! 
Roto casi el navío 
a vuestro almo reposo 
huyo de aqueste mar tempestuoso. 
   Un no rompido sueño, 
un día puro, alegre, libre, quiero; 
no quiero ver el ceño 
vanamente severo 
de a quien la sangre ensalza o el dinero. 
   Despiértenme las aves 
con su cantar sabroso no aprendido; 
no los cuidados graves 
de que es siempre seguido 
el que al ajeno arbitrio está atenido. 
   Vivir quiero conmigo, 
gozar quiero del bien que debo al cielo 
a solas sin testigo, 
libre de amor de celo, 
de odio, de esperanzas, de recelo. 
   Del monte en la ladera 
por mi mano plantado tengo un huerto, 
que con la primavera 
de bella flor cubierto 
ya muestra en esperanza el fruto cierto. 
   Y como codiciosa 
por ver y acrecentar su hermosura, 
desde la cumbre airosa 
una fontana pura 
hasta llegar corriendo se apresura. 
   Y luego sosegada 
el paso entre los árboles torciendo, 
el suelo de pasada 
de verdura vistiendo 
y con diversas flores va esparciendo. 
   El aire el huerto orea, 
y ofrece mil olores al sentido: 
los árboles menea 
con un manso rüido, 
que del oro y del cetro pone olvido. 
   Téngase su tesoro 
los que de un falso leño se confían; 
no es mío ver el lloro 
de los que desconfían 
cuando el Cierzo y el Abregó porfían. 
   La combatida antena 
cruje, y en ciega noche el claro día 
se torna, al cielo suena 
confusa vocería, 
y la mar enriquecen a porfía. 
   A mí una pobrecilla 
mesa de amable paz bien abastada 
me basta, y la vajilla 
de fino oro labrada 
sea de quien la mar no teme airada. 
   Y mientras miserable- 
mente se están los otros abrasando 
con sed insaciable 
del peligroso mando, 
tendido yo a la sombra esté cantando. 
   A la sombra tendido, 
de hiedra y luto eterno coronado, 
puesto el atento oído 
al son dulce acordado 
del plectro sabiamente meneado. 
 
  
 


II. A DON PEDRO PORTOCARRERO
   Virtud hija del cielo, 
la más ilustre empresa de la vida, 
en el escuro suelo 
luz tarde conocida, 
senda que guía al bien poco seguida: 
   Tú dende la hoguera 
al cielo levantaste al fuerte Alcides, 
tú en la más alta esfera 
con las estrellas mides 
al Cid, clara victoria de mil lides. 
   Por ti el paso desvía 
de la profunda noche y resplandece 
muy más que el claro día 
de Leda el parto, y crece 
el Córdoba a las nubes y florece. 
   Y por tu senda agora 
traspasa luengo espacio con ligero 
pie y ala voladora 
el gran Portocarrero, 
osado de ocupar el bien primero. 
   Del vulgo se descuesta 
hollando sobre el oro; firme aspira 
a lo alto de la cuesta, 
ni violencia de ira 
ni blando y dulce engaño le retira. 
   Ni mueve más ligera, 
ni más igual divide por derecha 
el aire y fiel carrera 
o la traciana flecha 
o la bola tudesca un fuego hecha. 
   En pueblo inculto y duro 
induce poderoso igual costumbre, 
y do se muestra escuro 
el cielo, enciende lumbre 
valiente a ilustrar más alta cumbre. 
   Dichosos los que baña 
el Miño, los que el mar monstroso cierra 
dende la fiel montaña 
hasta el fin de la tierra, 
los que desprecia de Eume la alta sierra. 
 
  
 


III. A FRANCISCO DE SALINAS
   El aire se serena 
y viste de hermosura y luz no usada, 
Salinas, cuando suena 
la música estremada 
por vuestra sabia mano gobernada. 
   A cuyo son divino 
el alma que en olvido está sumida  
torna a cobrar el tino 
y memoria perdida 
de su origen primera esclarecida. 
   Y como se conoce, 
en suerte y pensamientos se mejora: 
el oro desconoce 
que el vulgo vil adora, 
la belleza caduca engañadora. 
   Traspaso el aire todo 
hasta llegar a la más alta esfera, 
y oye allí otro modo 
de no perecedera 
música, que es la fuente y la primera. 
   Y como está compuesta 
de números concordes, luego envía 
consonante respuesta, 
y entre ambas a porfía 
se mezcla una dulcísima harmonía. 
   Aquí la alma navega 
por un mar de dulzura, y finalmente 
en él ansí se anega, 
que ningún accidente 
estraño o peregrino oye o siente. 
   ¡Oh desmayo dichoso! 
¡oh muerte que das vida! ¡oh dulce olvido! 
durase en tu reposo 
sin ser restituido 
jamás aqueste bajo y vil sentido. 
   A este bien os llamo, 
gloria del Apolíneo sacro coro, 
amigos a quien amo 
sobre todo tesoro, 
que todo lo visible es triste lloro. 
   ¡Oh! suene de contino, 
Salinas, vuestro son en mis oídos, 
por quien al bien divino 
despiertan los sentidos, 
quedando a lo demás adormecidos. 
 
  
 


IV. CANCIÓN AL NACIMIENTO DE LA HIJA DEL MARQUÉS DE ALCAÑICES
   Inspira nuevo canto, 
Caliope, en mi pecho aqueste día; 
que de los Borja canto 
y Enríquez la alegría, 
y el rico don que el cielo les invía. 
   Hermoso sol luciente, 
que el día das y llevas, rodeado 
de luz resplandeciente 
más de lo acostumbrado 
sal ya, y verás nacido tu traslado. 
   O si te place agora 
en la región contraria hacer manida, 
detente allá en buen hora; 
que con la luz nacida 
podrá ser nuestra esfera esclarecida. 
   Alma divina, en velo 
de femeniles miembros encerrada, 
cuando veniste al suelo 
robaste de pasada 
la celestial riquísima morada. 
   Diéronte bien sin cuento 
con voluntad concorde y amorosa 
quien rige el movimiento 
sexto, con la alta diosa 
de la tercera rueda poderosa. 
   De tu belleza rara 
el envidioso viejo mal pagado 
torció el paso y la cara, 
y el fiero Marte airado 
el camino dejó desocupado. 
   Y el rojo y crespo Apolo 
que tus pasos guiando descendía 
contigo al bajo polo 
la cítara hería 
y con divino canto ansí decía: 
   "Desciende en punto bueno, 
espíritu real, al cuerpo hermoso, 
que en el ilustre seno 
te espera deseoso 
por dar a tu valor digno reposo. 
   Él te dará la gloria 
que en el terreno cerco es más tenida, 
de agüelos larga historia, 
por quien la no hundida 
nave, por quien la España fue regida. 
   Tú dale en cambio desto 
de los eternos bienes la nobleza, 
deseo alto, honesto, 
generosa grandeza, 
claro saber, fe llena de pureza. 
   En su rostro se vean 
de tu beldad sin par vivas señales: 
los sus dos ojos sean 
dos luces inmortales, 
que guíen al bien sumo a los mortales. 
   El cuerpo delicado, 
como cristal lucido y transparente, 
tu gracia y bien sagrado, 
tu luz, tu continente 
a sus dichosos siglos represente. 
   La soberana agüela, 
dechado de virtud y hermosura, 
la tía, de quien vuela 
la fama, en quien la dura 
muerte mostró lo poco que el bien dura, 
   con todas cuantas precio 
de gracia y de belleza hayan tenido, 
serán por ti en desprecio 
y puestas en olvido, 
cual hace la verdad con lo fingido. 
   ¡Ay tristes! ¡ay dichosos 
los ojos que te vieren! huyan luego, 
si fueren poderosos, 
antes que prenda el fuego 
contra quien no valdrá ni oro ni ruego. 
   Ilustre y tierna planta, 
gozo del claro tronco y generoso, 
creciendo te levanta 
a estado más dichoso 
de cuantos dió ya el cielo venturoso". 
 
 
 


V. A FELIPE RUIZ
   En vano el mar fatiga 
la vela portuguesa; que ni el seno 
de Persia, ni la amiga 
Maluca da árbol bueno 
que pueda hacer un ánimo sereno. 
   No da reposo al pecho, 
Felipe, ni la India, ni la rara 
esmeralda provecho; 
que más tuerce la cara 
cuanto posee más el alma avara. 
   Al Capitán Romano 
la vida y no la sed quitó el bebido 
tesoro persiano; 
y Tántalo, metido 
en medio de las aguas, afligido 
   de sed está; y más dura 
la suerte es del mezquino, que sin tasa 
se cansa ansí, y endura 
el oro, y la mar pasa 
osado, y no osa abrir la mano escasa. 
   ¿Qué vale el no tocado 
tesoro, si corrompe el dulce sueño, 
si estrecha el ñudo dado, 
si más enturbia el ceño 
y deja en la riqueza pobre al dueño? 
 
 
 


VI. A UNA SEÑORA PASADA LA MOCEDAD
   Elisa, ya el preciado 
cabello que del oro escarnio hacía 
la nieve ha variado. 
¡Ay! ¿yo no te decía: 
"recoge, Elisa, el pie, que vuela el día?" 
   Ya los que prometían 
durar en tu servicio eternamente, 
ingratos se desvían 
por no mirar la frente 
con rugas afeada, el negro diente. 
   ¿Qué tienes del pasado 
tiempo sino dolor? ¿cuál es el fruto 
que tu labor te ha dado, 
si no es tristeza y luto 
y el alma hecha sierva a vicio bruto? 
   ¿Qué fe te guarda el vano 
por quien tú no guardaste la debida 
a tu bien soberano? 
¿por quién mal proveída 
perdiste de tu seno la querida 
   prenda? ¿por quién velaste? 
¿por quién ardiste en celos? ¿por quién uno 
el cielo fatigaste 
con gemido importuno? 
¿por quién nunca tuviste acuerdo alguno 
   de ti mesma? Y agora 
rico de tus despojos, más ligero 
que el ave huye, y adora 
a Lida el lisonjero: 
tú queda entregada al dolor fiero. 
   ¡Oh cuánto mejor fuera 
el don de la hermosura que del cielo 
te vino, a cuyo era 
habello dado en velo 
santo, guardado bien del polvo y suelo! 
   Mas ahora no hay tardía; 
tanto nos es el cielo piadoso 
mientras que dura el día; 
el pecho hervoroso 
en breve del dolor saca reposo. 
   Que la gentil señora 
de Mágdalo, bien que perdidamente 
dañada, en breve hora 
con el amor ferviente 
las llamas apagó del fuego ardiente. 
   Las llamas del malvado 
amor con otro amor más encendido, 
y consiguió el estado 
que no fué concedido 
al huésped arrogante, en bien fingido. 
   De amor guiada y pena 
penetra el pecho estraño, y atrevida 
ofrécese a la ajena 
presencia, y sabia olvida 
el ojo mofador, busca la vida. 
   Y toda derrocada 
a los divinos pies que la traían, 
lo que la en sí fiada 
gente olvidado habían, 
sus manos, boca y ojos lo hacían. 
   Lavaba larga en lloro 
al que su torpe mal lavando estaba; 
limpiaba con el oro 
que la cabeza ornaba 
a su limpieza, y paz a su paz daba. 
   Decía: "Solo amparo 
de la miseria extrema, medicina 
de mi salud, reparo 
de tanto mal, inclina 
aqueste cieno tu piedad divina. 
   ¡Ay! ¿qué podrá ofrecerte 
quién todo lo perdió? Aquestas manos 
osadas de ofenderte, 
aquestos ojos vanos 
te ofrezco y estos labios tan profanos. 
   La que sudó en tu ofensa 
trabaje en tu servicio, y de mis males 
proceda mi defensa: 
mis ojos dos mortales 
fraguas, dos fuentes sean manantiales. 
   Bañen tus pies mis ojos, 
límpienlos mis cabellos; de tormento 
mi boca y red de enojos 
les dé besos sin cuento, 
y lo que me condena te presento. 
   Preséntote un sujeto 
tan mortalmente herido, cual conviene 
do un médico perfeto 
de cuanto saber tiene 
dé muestra, que por siglos mil resuene". 
 
 
 


VII. PROFECÍA DEL TAJO
   Flogaba el rey Rodrigo 
con la hermosa Caba en la ribera 
del Tajo sin testigo; 
el río sacó fuera 
el pecho, y le habló desta manera: 
   "En mal punto de goces, 
injusto forzador; que ya el sonido 
y oyo ya las voces, 
las armas y el bramido 
de Marte, y de furor y ardor ceñido. 
   ¡Ay! esa tu alegría 
qué llantos acarrea; y esa hermosa, 
que vió el sol en mal día, 
a España ¡ay! ¡cuán llorosa, 
y al cetro de los godos cuán costosa! 
   Llamas, dolores, guerras, 
muertes, asolamientos, fieros males 
entre tus brazos cierras, 
trabajos inmortales 
a ti y a tus vasallos naturales. 
   A los que en Constantina 
rompen el fértil suelo, a los que baña 
el Ebro, a la vecina 
Sansueña, a Lusitaña, 
a toda la espaciosa y triste España. 
   Ya dende Cádiz llama 
el injuriado Conde, a la venganza 
atento y no a la fama, 
la bárbara pujanza 
en quien para tu daño no hay tardanza. 
   Oye que al cielo toca 
con temeroso son la trompa fiera 
que en África convoca 
el Moro a la bandera, 
que al aire desplegada va ligera. 
   La lanza ya blandea 
el Árabe cruel, y hiere el viento 
llamando a la pelea; 
innumerable cuento 
de escuadras juntas veo en un momento. 
   Cubre la gente el suelo, 
debajo de las velas desaparece 
la mar, la voz al cielo 
confusa y varia crece, 
el polvo roba el día y le escurece. 
   ¡Ay! que ya presurosos 
suben las largas naves; ¡ay! que tienden 
los brazos vigorosos 
a los remos, y encienden 
las mares espumosas por do hienden. 
   El Eolo derecho 
hinche la vela en popa, y larga entrada 
por el Hercúleo estrecho 
con la punta acerada 
el gran padre Neptuno da a la armada. 
   ¡Ay triste! ¿y aun te tiene 
el mal dulce regazo? ¿ni llamado 
al mal que sobreviene 
no acorres? ¿ocupado 
no ves ya el puerto a Hércules sagrado? 
   Acude, corre, vuela, 
traspasa el alta sierra, ocupa el llano, 
no perdones la espuela, 
no des paz a la mano, 
menea fulminando el hierro insano. 
   ¡Ay! ¡cuánto de fatiga! 
¡ay! ¡cuánto de sudor está presente 
al que viste loriga, 
al infame valiente, 
a hombres y a caballos juntamente! 
   ¡Y tú, Betis divino, 
de sangre ajena y tuya amancillado 
darás al mar vecino 
cuánto yelmo quebrado, 
cuánto cuerpo de nobles destrozado! 
   El furibundo Marte 
cinco luces las haces desordena 
igual a cada parte; 
la sesta ¡ay! te condena, 
¡oh cara patria! a bárbara cadena". 
 
 
 


VIII. A DIEGO OLARTE
Noche Serena 
 
   Cuando contemplo el cielo 
de innumerables luces adornado, 
y miro hacia el suelo 
de noche rodeado, 
en sueño y en olvido sepultado; 
   el amor y la pena 
despiertan en mi pecho un ansia ardiente; 
despiden larga vena 
los ojos hechos fuente, 
Olarte, y digo al fin con voz doliente: 
   Morada de grandeza, 
templo de claridad y hermosura, 
el alma que a tu alteza 
nació, ¿qué desventura 
la tiene en esta cárcel baja, escura? 
   ¿Qué mortal desatino 
de la verdad aleja así el sentido, 
que de tu bien divino 
olvidado, perdido, 
sigue la vana sombra, el bien fingido? 
   El hombre está entregado 
al sueño, de su suerte no cuidando, 
y con paso callado 
el cielo vueltas dando 
las horas del vivir le va hurtando. 
   ¡Oh! despertad, mortales, 
mirad con atención en vuestro daño. 
¿Las almas inmortales 
hechas a bien tamaño, 
podrán vivir de sombras y de engaño? 
   ¡Ay! levantad los ojos 
a aquesta celestial eterna esfera; 
burlaréis los antojos 
de aquesa lisonjera 
vida, con cuanto teme y cuanto espera. 
   ¿Es más que un breve punto 
el bajo y torpe suelo comparado 
con este gran trasunto 
do vive mejorado 
lo que es, lo que será, lo que ha pasado? 
   Quien mira el gran concierto 
de aquestos resplandores eternales, 
su movimiento cierto, 
sus pasos desiguales 
y en proporción concorde tan iguales: 
   la luna cómo mueve 
la plateada rueda, y va en pos della 
la luz do el saber llueve, 
y la graciosa estrella 
de Amor la sigue reluciente y bella: 
   y cómo otro camino 
prosigue el sanguinoso Marte airado, 
y el Júpiter benino 
de bienes mil cercado 
serena el cielo con su rayo amado: 
   rodéase en la cumbre 
Saturno, padre de los siglos de oro; 
tras él la muchedumbre 
del reluciente coro 
su luz va repartiendo y su tesoro: 
   ¿Quién es el que esto mira, 
y precia la bajeza de la tierra, 
y no gime y suspira, 
y rompe lo que encierra 
el alma y destos bienes la destierra? 
   Aquí vive el contento, 
aquí reina la paz, aquí asentado 
en rico y alto asiento 
está el Amor sagrado, 
de glorias y deleites rodeado. 
   Inmensa hermosura 
aquí se muestra toda, y resplandece 
clarísima luz pura, 
que jamás anochece; 
eterna primavera aquí florece. 
   ¡Oh campos verdaderos! 
¡oh prados con verdad frescos y amenos! 
¡riquísimos mineros! 
¡oh deleitosos senos, 
repuestos valles de mil bienes llenos! 
 
 
 


IX. A QUERINTO
Las Serenas 
 
   No te engañe el dorado 
vaso, ni de la puesta al bebedero 
sabrosa miel cebado; 
dentro al pecho ligero, 
Querinto, no traspases el postrero 
   asensio; ten dudosa 
la mano liberal, que esa azucena, 
esa purpúrea rosa 
que el sentido enajena, 
tocada pasa al alma y la envenena. 
   Retira el pie, que asconde 
sierpe mortal el prado, aunque florido 
los ojos roba: adonde 
aplace más, metido 
el peligroso lazo está y tendido. 
   Pasó tu primavera; 
ya la madura edad te pide el fruto 
de gloria verdadera. 
¡Ay! pon del cieno bruto 
los pasos en lugar firme y enjuto, 
   antes que la engañosa 
Circe del corazón apoderada, 
con copa ponzoñosa 
el alma transformada, 
te junte nueva fiera a su manada. 
   No es dado al que allí asienta, 
si ya el cielo dichoso no le mira, 
huir la torpe afrenta: 
o arde oso en ira, 
o hecho jabalí gime y suspira. 
   No fíes en viveza, 
atiende al sabio rey Solimitano; 
no vale fortaleza; 
que al vencedor Gazano 
condujo a triste fin femenil mano. 
   Imita al alto griego, 
que sabio no aplicó la noble antena 
al enemigo ruego 
de la blanda Serena; 
por do por siglos mil su fama suena. 
   Decía conmoviendo 
el aire en dulce son: "La vela inclina 
que del viento huyendo 
por los mares camina, 
Ulises, de los Griegos luz divina. 
   "Allega y da reposo 
al inmortal cuidado, y entretanto 
conocerás curioso 
mil historias que canto; 
que todo navegante hace otro tanto. 
   "Todos de su camino 
tuercen a nuestra voz, y satisfecho 
con el cantar divino 
el deseoso pecho, 
a sus tierras se van con más provecho. 
   "Que todo lo sabemos 
cuanto contiene el suelo, y la reñida 
guerra te cantaremos 
de Troya y su caída, 
por Grecia y por los dioses destruída." 
   Ansí falsa cantaba 
ardiendo en crüeldad; mas el prudente 
a la voz atajaba 
el camino en su gente 
con la aplicada cera suavemente. 
   Si a ti se presentare, 
los ojos sabio cerra; firme atapa 
la oreja, si llamare; 
si prendiere la capa, 
huye, que sólo aquel que huye escapa. 
 
 
 


X. A FELIPE RUIZ
   ¿Cuándo será que pueda 
libre desta prisión volar al cielo, 
Felipe, y en la rueda 
que huye más del suelo 
contemplar la verdad pura sin duelo? 
   Allí a mi vida junto 
en luz resplandeciente convertido 
veré distinto y junto 
lo que es y lo que ha sido 
y su principio propio y ascondido. 
   Entonces veré cómo 
la soberana mano echó el cimiento 
tan a nivel y plomo, 
do estable y firme asiento 
posee el pesadísimo elemento. 
   Veré las inmortales 
colunas do la tierra está fundada, 
las lindes y señales 
con que a la mar hinchada 
la Providencia tiene aprisionada. 
   Por qué tiembla la tierra, 
por qué las hondas mares se embravecen: 
dó sale a mover guerra 
El Cierzo, y por qué crecen 
las aguas del Océano y decrecen: 
   de dó manan las fuentes; 
quién ceba y quién bastece de los ríos 
las perpetuas corrientes; 
de los helados fríos 
veré las causas y de los estíos: 
   las soberanas aguas 
del aire en la región quién las sostiene; 
de los rayos las fraguas; 
dó los tesoros tiene 
de nieve Dios, y el trueno dónde viene. 
   ¿No ves cuando acontece 
turbarse el aire todo en el verano? 
El día se enegrece, 
sopla el Gallego insano, 
y sube hastá el cielo el polvo vano. 
   Y entre las nubes mueve 
su carro Dios, ligero y reluciente, 
horrible son conmueve, 
relumbra fuego ardiente, 
treme la tierra, humíllase la gente. 
   La lluvia baña el techo, 
invían largos ríos los collados: 
su trabajo deshecho, 
los campos anegados 
miran los labradores espantados. 
   Y de allí levantado 
veré los movimientos celestiales, 
ansí el arrebatado 
como las naturales, 
la causa de los hados, las señales. 
   Quién rige las estrellas 
veré y quién las enciende con hermosas 
y eficaces centellas; 
por qué están las dos Osas 
de bañarse en la mar siempre medrosas. 
   Veré este fuego eterno; 
fuente de vida y luz dó se mantiene; 
y por qué en el hibierno 
tan presuroso viene, 
quién en las noches largas le detiene. 
   Veré sin movimiento 
en la más alta esfera las moradas 
del gozo y del contento, 
de oro y luz labradas, 
de espíritus dichosos habitadas. 
 
 
 


XI. AL LICENCIADO JUAN DE GRIAL
   Recoge ya en el seno 
el campo su hermosura, el cielo aoja 
con luz triste el ameno 
verdor, y hoja a hoja 
las cimas de los árboles despoja. 
   Ya Febo inclina el paso 
al resplandor Egeo, ya del día 
las horas corta escaso; 
ya Eolo al mediodía 
soplando espesas nubes nos envía. 
   Ya el ave vengadora 
del Ibico navega los nublados, 
y con voz ronca llora, 
y al yugo el cuello atados 
los bueyes van rompiendo los sembrados. 
   El tiempo nos convida 
a los estudios nobles y la fama, 
Grial, a la subida 
del sacro monte llama, 
do no podrá subir la postrer llama. 
   Alarga el bien guiado 
paso, y la cuesta vence, y solo gana 
la cumbre del collado; 
y do más pura mana 
la fuente, satisfaz tu ardiente gana. 
   No cures si el perdido 
error admira el oro y va sediento 
en pos de un bien fingido; 
que no ansí vuela el viento, 
cuanto es fugaz y vano aquel contento. 
   Escribe lo que Febo 
te dicta favorable, que lo antigo 
iguala y pasa el nuevo 
estilo; y caro amigo 
no esperes que podré atener contigo. 
   Que yo de un torbellino 
traidor acometido y derrocado 
de en medio del camino 
al hondo, el plectro amado 
y del vuelo las alas he quebrado. 
 
 
 


XII. A FELIPE RUIZ
Del Moderado y Constante 
 
   ¿Qué vale cuanto vee 
do nace y do se pone el sol luciente, 
lo que el Indio posee, 
lo que da el claro oriente 
con todo lo que afana la vil gente? 
   El uno, mientras cura 
dejar rico descanso a su heredero, 
vive en pobreza dura, 
y perdona al dinero, 
y contra sí se muestra crudo y fiero. 
   El otro, que sediento 
anhela al señorío, sirve ciego, 
y por subir su asiento 
abájase a vil ruego, 
y de la libertad va haciendo entrego. 
   Quien de dos claros ojos    
y de un cabello de oro se enamora, 
compra con mil enojos 
una menguada hora, 
un gozo breve que sin fin se llora. 
   Dichoso el que se mide, 
Felipe, y de la vida el gozo bueno 
a sí solo lo pide, 
y mira como ajeno 
aquello que no está dentro de su seno. 
   Si resplandece el día, 
si Eolo su reino turba, ensaña, 
el rostro no varía, 
y si la alta montaña 
encima le viniere no le daña: 
   bien como la ñudosa 
carrasca en alto risco desmochada 
con hacha poderosa, 
del ser despedazada 
del hierro torna rica y esforzada. 
   Querrás hundille, y crece 
mayor que de primero; y si porfía 
la lucha, más florece, 
y firme al suelo envía 
al que vencedor ya se tenía. 
   Esento a todo cuanto 
presume la fortuna, sosegado 
está y libre de espanto 
ante el tirano airado, 
de hierro, de crueza y fuego armado. 
   "El fuego", dice, "enciende, 
aguza el hierro crudo, rompe y llega, 
y si me hallares prende, 
y da a tu hambre ciega 
su cebo deseado, y la sosiega. 
   "¿Qué estás? ¿no ves el pecho 
desnudo, flaco, abierto? ¿o no te cabe 
el corazón que sabe 
en puño tan estrecho 
cerrar cielos y tierra con su llave? 
   "Ahonda más adentro, 
desvuelva las entrañas el insano 
puñal, penetra al centro; 
mas es trabajo vano; 
jamás me alcanzará tu corta mano. 
   "Rompiste mi cadena 
ardiendo por prenderme; al gran consuelo 
subido he por pena; 
ya suelto encumbro el vuelo; 
traspaso sobre el aire, huello el cielo". 
 
 
 


XIII. DE LA VIDA EN EL CIELO
   Alma región luciente, 
prado de bienandanza, que ni al hielo 
ni con rayo ardiente 
fallece, fértil suelo, 
producidor eterno de consuelo; 
   de púrpura y de nieve 
florida, la cabeza coronado, 
a dulces pastos mueve 
sin honda ni cayado 
el buen Pastor en ti su hato amado. 
   Él va, y en pos dichosas 
le siguen sus ovejas do las pace 
con inmortales rosas, 
con flor que siempre nace, 
y cuanto más se goza más renace. 
   Ya dentro a la montaña 
del alto bien las guía; ya en la vena 
del gozo fiel las baña, 
y les da mesa llena, 
Pastor y pasto él solo y suerte buena. 
   Y de su esfera cuando 
la cumbre toca altísimo subido 
el sol, él sesteando 
de su hato ceñido 
con dulce son deleita el santo oído. 
   Toca el rabel sonoro, 
y el inmortal dulzor al alma pasa, 
con que envilece el oro, 
y ardiendo se traspasa 
y lanza en aquel bien libre de tasa. 
   ¡Oh son! ¡Oh voz! ¡Siquiera 
pequeña parte alguna decendiese 
en mi sentido, y fuera 
de sí el alma pusiese 
y toda en ti, oh Amor, la convirtiese! 
   Conocería dónde 
sesteas, dulce Esposo, y desatada 
desta prisión adonde 
padece, a tu manada 
viviera junta, sin vagar errada. 
 
 
 


XIV. AL APARTAMIENTO
   ¡Oh ya seguro puerto 
de mi tan luengo error! ¡Oh deseado 
para reparo cierto 
del grave mal pasado, 
reposo dulce, alegre, reposado! 
   Techo pajizo, adonde 
jamás hizo morada el enemigo 
cuidado, ni se esconde 
envidia en rostro amigo, 
ni voz perjura ni mortal testigo: 
   Sierra que vas al cielo 
altísima y que gozas del sosiego 
que no conoce el suelo, 
adonde el vulgo ciego 
ama el morir ardiendo en vivo fuego, 
   recíbeme en tu cumbre, 
recíbeme, que huyo perseguido 
la errada muchedumbre 
el trabajar perdido 
la falsa paz, el mal no merecido. 
   Y do está mas sereno 
el aire me coloca, mientras curo 
los daños del veneno 
que bebí mal seguro; 
mientras el mancillado pecho apuro; 
   mientras que poco a poco 
borro de la memoria cuanto impreso 
dejó allí el vivir loco 
por todo su proceso 
vario entre gozo vano y caso avieso. 
   En ti, casi desnudo 
deste corporal velo, y de la asida 
costumbre roto el ñudo, 
traspasaré la vida 
en gozo, en paz, en luz no corrompida. 
   De ti en el mar sujeto 
con lástima los ojos inclinando, 
contemplaré el aprieto 
del miserable bando 
que las saladas ondas va cortando. 
   El uno, que surgía 
alegre ya en el puerto, salteado 
del bravo soplo guía, 
en alta mar lanzado 
apenas el navío desarmado. 
   El otro en la encubierta 
peña rompe la nave, que al momento 
el hondo pide abierta: 
al otro calma el viento: 
otro en las bajas sirtes hace asiento. 
   A otros roba el claro 
día y el corazón el aguacero; 
ofrecen al avaro 
Neptuno su dinero: 
otro nadando huye el morir fiero. 
   Esfuerza, opone el pecho: 
¿mas cómo será parte un afligido 
que va, el leño deshecho, 
de flaca tabla asido 
contra un abismo inmenso embravecido? 
   ¡Ay otra vez y ciento 
otras seguro puerto deseado! 
no me falte tu asiento 
y falte cuanto amado, 
cuanto del ciego error es cudiciado. 
 
 
 


XV. A DON PEDRO PORTOCARRERO
   No siempre es poderosa, 
Carrero, la maldad ni siempre atina 
la envidia ponzoñosa, 
y la fuerza sin ley que más se empina 
al fin la frente inclina; 
que quien se opone al cielo, 
cuanto más alto sube, viene al suelo. 
   Testigo es manifiesto 
el parto de la Tierra mal osado, 
que cuando tuvo puesto 
un monte encima de otro y levantado, 
al hondo derrocado, 
sin esperanza gime 
debajo su edificio, que le oprime. 
   Si ya la niebla fría 
al rayo que amanece odiosa ofende, 
y contra el claro día 
las alas escurísimas estiende, 
no alcanza lo que emprende, 
al fin y desaparece, 
y el sol puro en el cielo resplandece. 
   No pudo ser vencida, 
ni lo será jamás, ni la llaneza 
ni la inocente vida 
ni la fe sin error ni la pureza, 
por más que la fiereza 
del tigre ciña un lado, 
y el otro el basilisco emponzoñado. 
   Por más que se conjuren 
el odio y el poder y el falso engaño, 
y ciegos de ira apuren 
lo propio y lo diverso, ajeno, estraño, 
jamás le harán daño; 
antes cual fino oro 
recobra del crisol nuevo tesoro. 
   El ánimo constante 
armado de verdad mil aceradas, 
mil puntas de diamante 
embota y enflaquece, y, desplegadas 
las fuerzas encerradas, 
sobre el opuesto bando 
con poderoso pie se ensalza hollando. 
   Y con cien voces suena 
la fama, que a la sierpe, al tigre fiero 
vencidos los condena 
a daño no jamás perecedero; 
y con vuelo ligero 
veniendo la Vitoria 
corona al vencedor de gozo y gloria. 
 
 
 


XVI. CONTRA UN JUEZ AVARO
   Aunque en ricos montones 
levantes el cautivo inútil oro, 
y aunque tus posesiones 
mejores con ajeno daño y lloro, 
   y aunque cruel tirano 
oprimas la verdad, y tu avaricia 
vestida en nombre vano 
convierta en compra y venta la justicia, 
   y aunque engañes los ojos 
del mundo a quien adoras, no por tanto 
no nacerán abrojos, 
agudos en tu alma, ni el espanto 
   no velará en tu lecho 
ni huirás las cuita, la agonía, 
el último despecho, 
ni la esperanza buena en compañía 
   del gozo tus umbrales 
penetrará jamás, ni la Meguera 
con llamas infernales, 
con serpentino azote la alta y fiera 
   y diestra mano armada, 
saldrá de tu aposento sola un hora; 
y ni tendrás clavada 
la rueda, aunque más puedas, voladora 
   del tiempo hambriento y crudo, 
que viene con la muerte conjurado 
a dejarte desnudo 
del oro y cuanto tienes más amado; 
   y quedarás sumido 
en males no finibles y en olvido. 
 
 
 


XVII. EN UNA ESPERANZA QUE SALIÓ VANA
   Huid, contentos, de mi triste pecho. 
¿Qué engaño os vuelve a do jamás pudiste 
tener reposo ni hacer provecho? 
   Tened en la memoria cuando fuiste 
con público pregón ¡ay! desterrados 
de toda mi comarca y reinos tristes. 
   A do ya no veréis sino nublados 
y viento y torbellino y lluvia fiera, 
suspiros encendidos y cuidados. 
   No pinta el prado aquí la primavera, 
ni nuevo sol jamás las nubes dora, 
ni canta el ruiseñor lo que antes era. 
   La noche aquí se vela, aquí se llora 
el día miserable sin consuelo, 
y vence el mal de ayer el mal de agora. 
   Guardad vuestro destierro, que ya el suelo 
no puede dar contento al alma mía, 
si ya mil vueltas diere andando el cielo. 
   Guardad vuestro destierro, si alegría,    
si gozo y si descanso andáis sembrando, 
que aqueste campo abrojos solos cría. 
   Guardad vuestro destierro, si, tornando 
de nuevo, no queréis ser castigados 
con crudo azote y con infame bando. 
   Guardad vuestro destierro, que olvidados 
de vuestro ser en mí seréis dolores. 
¡Tal es la fuerza de mis duros hados! 
   Los bienes más queridos y mayores 
se mudan, y en mi daño se conjuran, 
y son para ofenderme a sí traidores. 
   Mancíllanse mis manos si se apuran, 
la paz y la amistad me es cruda guerra, 
las culpas faltan, mas las penas duran. 
   Quien mis cadenas más estrecha y cierra 
es la inocencia mía y la pureza: 
cuando ella sube, entonces vengo a tierra. 
   Mudó su ley en mi naturaleza, 
y pudo en mi dolor lo que no entiende 
ni seso humano ni mayor viveza. 
   Cuando desenlazarse más pretende 
el pájaro captivo, más se enliga, 
y la defensa mía más me ofende. 
   En mí la culpa ajena se castiga, 
y soy del malhechor ¡ay! prisionero, 
y quieren que de mí la fama diga. 
   Dichoso el que jamás ni ley ni fuero, 
ni el alto tribunal, ni las ciudades, 
ni conoció del mundo el trato fiero; 
   que por las inocentes soledades 
recoge el pobre cuerpo en vil cabaña, 
y el ánimo enriquece con verdades. 
   Cuando la luz el aire y tierras baña, 
levanta al puro sol las manos puras, 
sin que se las aplomen odio y saña. 
   Sus noches son sabrosas y seguras, 
la mesa le bastece alegremente 
el campo que no rompen rejas duras. 
   Lo justo le acompaña y la luciente 
verdad, la sencillez en pechos de oro; 
la fe no colorada falsamente. 
   De ricas esperanzas almo coro 
y paz con su descuido le rodean, 
y el gozo, cuyos ojos huye el lloro. 
   Allí, contento, tus moradas sean, 
allí te lograrás, y a cada uno 
de aquellos que de mí saber desean, 
les di que no me viste en tiempo alguno. 
 
 
 


XVIII. EN LA ASCENSIÓN
   ¿Y dejas, Pastor santo, 
tu grey en este valle hondo, escuro, 
con soledad y llanto; 
y tú rompiendo el puro 
aire, te vas al inmortal seguro? 
    ¿Los antes bienhadados, 
y los agora tristes y afligidos,     
a tus pechos criados, 
de ti desposeídos 
a dó convertirán ya sus sentidos? 
   ¿Qué mirarán los ojos 
que vieron de tu rostro la hermosura, 
que no les sea enojos? 
Quien oyó tu dulzura, 
¿qué no tendrá por sordo y desventura? 
   ¿Aqueste mar turbado 
quién le pondrá ya freno? ¿quién concierto 
al viento fiero, airado? 
¿Estando tú encubierto, 
qué norte guiará la nave al puerto? 
   ¡Ay! nube envidiosa 
aun deste breve gozo, ¿qué te aquejas? 
¿dó vuelas presurosa? 
¡cuán rica tú te alejas! 
¡cuán pobres y cuán ciegos, ay, nos dejas! 
 
 
 


XIX. A TODOS LOS SANTOS
   ¿Qué santo o qué gloriosa 
virtud, qué deidad que el cielo admira, 
oh Musa poderosa 
en la cristiana lira, 
diremos entretanto que retira 
   el sol con presto vuelo 
el rayo fugitivo en este día 
que hace alarde el cielo 
de su caballería? 
¿Qué nombre entre estas breñas a porfía 
   repetirá sonando  
la imagen de la voz en la manera, 
el aire deleitando, 
que el Efrateo hiciera 
del sacro y fresco Hermón por la ladera? 
   A do ceñido el oro 
crespo con verde hiedra, la montaña 
condujo con sonoro 
laúd, con fuerza y maña 
del oso y del león domó la saña. 
   ¿Pues quién diré primero 
que el Alto y que el humilde, y que la vida 
por el manjar grosero 
restituyó perdida, 
que al cielo levantó nuestra caída? 
   Igual al Padre Eterno, 
igual al que en la tierra nace y mora, 
de quien tiembla el infierno, 
a quien el sol adora, 
en quien todo el ser vive y se mejora. 
   Después el vientre entero 
la Madre desta luz será cantada, 
clarísimo lucero 
en esta mar turbada, 
del linaje humanal fiel abogada. 
   Espíritu divino, 
no callará tu voz, tu pecho opuesto 
contra el dragón malino; 
ni tú en olvido puesto, 
que a defender mi vida estás dispuesto. 
   Osado en la promesa, 
barquero de la barca no sumida, 
a ti mi voz profesa; 
y a ti que la lucida 
noche te traspasó de muerte a vida. 
   ¿Quién no dirá tu lloro, 
tu bien trocado amor, oh Magdalena, 
de tu nardo el tesoro, 
de cuyo olor la ajena 
casa, la redondez del mundo es llena? 
   Del Nilo moradora, 
tierna flor del saber y de pureza, 
de ti yo canto agora, 
que de la santa alteza 
de Arabia esparce luz tu fortaleza. 
   ¿Diré el rayo Africano? 
¿Diré el Estridonés sabio, elocuente, 
o del panal romano, 
o del que justamente 
nombraron "boca de oro" entre la gente? 
   Coluna ardiente en fuego, 
el firme y gran Basilio al cielo toca, 
mayor que el miedo y ruego; 
y ante su rica boca 
la lengua de Demóstenes se apoca. 
   Cual árbol con los años 
la gloria de Francisco sube y crece, 
y entre mil ermitaños 
el claro Antón parece 
luna que en las estrellas resplandece. 
   ¡Ay, Padre! ¿y dó se ha ido 
aquel raro valor? ¿o qué malvado 
el oro ha destruido 
de tu templo sagrado? 
¿quién cizañó tan mal tu buen sembrado? 
   Adonde la azucena 
lucía y el clavel, do el rojo trigo, 
reina agora la avena, 
la grama, el enemigo 
cardo, la sinjusticia, el falso amigo. 
   Convierte piadoso 
tus ojos y nos mira, y con tu mano 
arranca poderoso 
lo malo y lo tirano, 
y planta aquello antiguo, humilde y llano. 
   Da paz a aqueste pecho, 
que hierve con dolor en noche escura; 
que fuera deste estrecho 
diré con más dulzura 
tu nombre, tu grandeza y hermosura. 
   No niego, dulce amparo 
del alma, que mis males son mayores 
que aqueste desamparo; 
mas cuanto son peores, 
tanto más resonarán más tus loores. 
 
 
 


XX. A SANTIAGO
   Las selvas conmoviera, 
las fieras alimañas, como Orfeo, 
si ya mi canto fuera 
igual a mi deseo; 
cantando el nombre santo Zebedeo. 
   Y fueran sus hazañas 
por mí con voz eterna celebradas, 
por quien son las Españas 
del yugo desatadas 
del bárbaro furor y libertadas. 
   Y aquella nao dichosa 
del cielo esclarecer merecedora, 
que joya tan preciosa 
nos trujo, fuera agora 
cantada del que en Citia y Cairo mora. 
   Osa el cruel tirano 
ensangrentar en ti su injusta espada: 
no fué consejo humano; 
estaba a ti ordenada 
la primera corona y consagrada. 
   La fe que a Cristo diste 
con presta diligencia has ya cumplido: 
de su cáliz bebiste, 
apenas que subido 
al cielo retornó, de ti partido. 
   No sufre su larga ausencia, 
no sufre, no, el amor que es verdadero: 
la muerte y su inclemencia 
tiene por muy ligero 
medio, por ver al dulce compañero. 
   Cual suele el fiel sirviente, 
si en medio la jornada le han dejado, 
que haciendo prestamente 
lo que le fue mandado, 
torna buscando al amo ya alejado; 
   ansí entregado al viento 
del mar Egeo al mar de Atlante vuela; 
do, puesto el fundamento 
de la cristiana escuela, 
torna buscando a Cristo a remo y vela. 
   Allí por la maldita 
mano el sagrado cuello fué cortado: 
camina en paz, bendita 
alma, que ya has llegado 
al término por ti tan deseado. 
   A España, a quien amaste 
(que siempre al buen principio el fin responde), 
tu cuerpo le enviaste 
para dar luz adonde 
el sol su claridad cubre y esconde. 
   Por los tendidos mares 
la rica navecilla va cortando: 
Nereidas a millares 
del agua el pecho alzando 
turbadas entre sí la van mirando. 
   Y dellas hubo alguna, 
que con las manos de la nave asida 
la aguija con la una, 
y con la otra tendida 
a las demás que lleguen las convida. 
   Ya pasa del Egeo, 
vuela por el Ionio, atrás ya deja 
el puerto Lilibeo, 
de Córcega se aleja, 
y por llegar al nuestro mar se aqueja. 
   Esfuerza, viento, esfuerza; 
hinche la santa vela, embiste en popa: 
el curso haz que no tuerza 
do Abila casi topa 
con Calpe, hasta llegar al fin de Europa. 
   Y tú, España, segura 
del mal y cautiverio que te espera, 
con fe y voluntad pura 
ocupa la ribera; 
recibirás tu guarda verdadera. 
   Que tiempo será cuando 
de innumerables huestes rodeada, 
del cetro real y mando 
te verás derrocada, 
en sangre, en llanto y en dolor bañada. 
   De hacia el Mediodía 
oye que ya la voz amarga suena; 
la mar de Berbería 
de flotas veo llena; 
hierve la costa en gente, en sol la arena. 
   Con voluntad conforme 
las proas contra ti se dan al viento 
y con clamor deforme 
de pavoroso acento 
avivan de remar el movimiento. 
   Y la infernal Meguera, 
la frente de ponzoña coronada, 
guía la delantera 
de la morisca armada, 
de fuego, de furor, de muerte armada. 
   Cielos, so cuyo amparo 
España está, merced en tanta afrenta; 
si ya este suelo caro 
os fué, nunca consienta 
vuestra piedad que mal tan crudo sienta. 
   Mas ¡ay! que la sentencia 
en tabla de diamante está esculpida; 
del Godo la potencia 
por el suelo caída, 
España en breve tiempo es destruída. 
   ¿Cuál río caudaloso 
que los opuestos muelles ha rompido 
con sonido espantoso, 
por los campos tendido 
tan presto y tan feroz jamás se vido? 
   Mas cese el triste llanto, 
recobre el Español su bravo pecho: 
que ya el Apóstol santo, 
un otro Marte hecho, 
del cielo viene a dalle su derecho. 
   Vesle de limpio acero 
cercano, y con espada relumbrante, 
como rayo ligero, 
cuanto le va delante 
destroza y desbarata en un instante. 
   De grave espanto herido 
los rayos de su vista no sostiene 
el Moro descreído; 
por valiente se tiene 
cualquier que para huir ánimo tiene. 
   Huye, si puedes tanto, 
huye; más por demás, que no hay huída: 
bebe dolor y llanto 
por la mesma medida 
con que ya España fué de ti medida. 
   Como león hambriento, 
sigue, teñida en sangre espada y mano, 
de más sangre sediento, 
al Moro que huye en vano; 
de muertos queda lleno el monte, el llano. 
   ¡Oh gloria, oh gran prez nuestra, 
escudo fiel, oh celestial guerrero! 
vencido ya se muestra 
al Africano fiero 
por ti, tan orgulloso de primero. 
   Por ti del vituperio, 
por ti de la afrentosa servidumbre 
y triste cautiverio 
libres en clara lumbre 
y de la gloria estamos en la cumbre. 
   Siempre venció tu espada, 
o fuese de tu mano poderosa 
o fuese meneada 
de aquella generosa 
que sigue tu milicia religiosa. 
   De tu virtud divina 
la fama que resuena en toda parte, 
siquiera sea vecina, 
siquiera más se aparte, 
a la gente conduce a visitarte. 
   El áspero camino 
vence con devoción, y al fin te adora 
el Franco, el peregrino 
que Libia descolora, 
el que en Poniente, el que en Levante mora. 
 
 
 


XXI. A NUESTRA SEÑORA
   Virgen que el sol más pura, 
gloria de los mortales, luz del cielo, 
en quien es la piedad como la alteza: 
los ojos vuelve al suelo 
y mira un miserable en cárcel dura 
cercado de tinieblas y tristeza; 
y si mayor bajeza 
no conoce ni igual juicio humano 
que el estado en que estoy por culpa ajena, 
con poderosa mano 
quiebra, Reina del cielo, la cadena. 
   Virgen, en cuyo seno 
halló la Dëidad digno reposo, 
do fué el rigor en dulce amor trocado; 
si blando al riguroso 
volviste, bien podrás volver sereno 
un corazón de nubes rodeado; 
descubre el deseado 
rostro, que admira el cielo, el suelo adora; 
las nubes hüirán, lucirá el día: 
tu luz, alta Señora, 
venza esta ciega y triste noche mía. 
   Virgen y Madre junto, 
de tu Hacedor dichosa engendradora, 
a cuyos pechos floreció la vida; 
mira cómo empeora 
y crece mi dolor más cada punto; 
el odio cunde, la amistad se olvida; 
si no es de ti valida 
la justicia y verdad que tú engendraste, 
¿adónde hallará seguro amparo? 
Y pues Madre eres, baste 
para contigo ver mi desamparo. 
   Virgen del sol vestida, 
de luces eternales coronada, 
que huellas con divinos pies la luna; 
envidia emponzoñada, 
engaño agudo, lengua fementida, 
odio cruel, poder sin ley ninguna 
me hacen guerra a una; 
¿pues contra un tal ejército maldito 
cuál pobre y desarmado será parte, 
si tu nombre bendito, 
María, no se muestra por mi parte? 
   Virgen por quien vencida 
llora su perdición la sierpe fiera, 
su daño eterno, su burlado intento; 
miran de la ribera 
seguras muchas gentes mi caída, 
el agua violenta, el flaco aliento, 
los unos con contento, 
los otros con espanto; el más piadoso 
con lástima la inútil voz fatiga: 
yo, puesto en ti el lloroso 
rostro, cortando voy onda enemiga. 
   Virgen de Padre esposa, 
dulce Madre del Hijo, templo santo 
del inmortal Amor, del hombre escudo, 
no veo sino espanto. 
Si miro la morada, es peligrosa; 
si la salida, incierta, el favor mudo, 
el enemigo crudo, 
desnuda la verdad, muy proveída 
de armas y valedores la mentira: 
la miserable vida 
sólo cuando me vuelvo a ti respira. 
   Virgen, que al alto ruego 
no más humilde sí diste que honesto, 
en quién los cielos contemplar desean; 
como terrero puesto, 
los brazos presos, de los ojos ciego, 
a cien flechas estoy que me rodean, 
que en herirme se emplean; 
siento el dolor, mas no vea la mano 
ni me es dado el huir ni el escudarme: 
quiera tu soberano 
Hijo, Madre de amor, por ti librarme. 
   Virgen, lucero amado, 
en mar tempestuoso clara guía, 
a cuyo santo rayo calla el viento; 
mil olas a porfía 
hunden en el abismo un desarmado 
leño de vela y remo, que sin tiento 
el húmedo elemento 
corre: la noche carga, el aire truena; 
ya por el cielo va, ya el suelo toca, 
gime la rota antena: 
socorre antes que embista en dura roca. 
   Virgen no inficionada 
de la común mancilla y mal primero 
que al humano linaje contamina; 
bien sabes que en ti espero 
dende mi tierna edad: y si malvada 
fuerza que me venció ha hecho indina 
de tu guarda divina 
mi vida pecadora tu clemencia 
tanto mostrará más su bien crecido, 
cuanto es más la dolencia 
y yo merezco menos ser valido. 
   Virgen, el dolor fiero 
añuda ya la lengua, y no consiente 
que publique la voz cuanto desea; 
mas oye tú al doliente 
ánimo, que contino a ti vocea. 
 
 
 


XXII. A DON PEDRO PORTOCARRERO
   La cana y alta cumbre 
de Ilíberi, clarísimo Carrero, 
contiene en sí tu lumbre 
ya casi un siglo entero, 
y mucho en demasía 
detiene nuestro gozo y alegría. 
   Los gozos que el deseo 
figura ya en tu vuelta y determina, 
a do vendrá el Liceo 
y de la Cabina 
fuente la moradora 
y Apolo con la cítara cantora. 
   Bien eres generoso 
pimpollo de ilustrísimos mayores; 
mas esto, aunque glorioso, 
son títulos menores; 
que tú por ti venciendo 
a par de las estrellas vas luciendo. 
   Y juntas en tu pecho 
una suma de bienes peregrinos, 
por donde con derecho 
nos colmas de divinos 
gozos con tu presencia, 
y de cuidados tristes con tu ausencia. 
   Porque te ha salteado 
en medio de la paz la cruda guerra, 
que agora el Marte airado 
despierta en la alta sierra, 
lanzando rabia y sañas 
en las infieles bárbaras entrañas. 
   Do mete a sangre y fuego 
mil pueblos el morisco descreído, 
a quién ya perdón ciego 
hubimos concedido, 
a quien en santo baño 
teñimos para nuestro mayor daño. 
   Para que el nombre amigo 
¡ay piedad cruel! desconociese 
el ánimo enemigo 
y ansí más ofendiese: 
mas tal es la fortuna, 
que no sabe durar en cosa alguna. 
   Ansí la luz que agora 
serena relucía, con nublados 
veréis negra a deshora, 
y los vientos alados 
amontonando luego 
nubes, lluvias, horrores, trueno y fuego. 
   Mas tú aquí solamente 
temes del caro Alfonso, que inducido 
de la virtud ardiente 
del pecho no vencido, 
por lo más peligroso 
se lanza discurriendo vitorioso. 
   Como en la ardiente arena 
el líbico león las cabras sigue; 
las haces desordena 
y rompe y las persigue 
armado relumbrando 
la vida por la gloria aventurando. 
   Testigo es la fragosa 
Poqueira, cuando él solo y traspasado 
con flecha ponzoñosa, 
sostuvo denodado 
y convirtió en huída 
mil banderas de gente descreída. 
   Mas sobre todo cuando 
los dientes de la muerte agudos fiera 
apenas declinando 
alzó nueva bandera, 
mostró bien claramente 
de valor no vencible lo excelente. 
   El, pues, relumbre claro 
sobre sus claros padres; mas tú en tanto, 
dechado de bien raro, 
abraza el ocio santo; 
que mucho son mejores 
los frutos de la paz y muy mayores. 
 
 
 


XXIII. AL SALIR DE LA CÁRCEL
   Aquí la envidia y mentira 
me tuvieron encerrado. 
Dichoso el humilde estado 
del sabio que se retira 
de aqueste mundo malvado, 
y con pobre mesa y casa 
en el campo deleitoso 
con solo Dios se compasa, 
y a solas su vida pasa 
ni envidiado ni envidioso. 
 


Digitado y editado por Andrés Moreira W.
anmoreir@dim.uchile.cl